Es innegable que el ser humano busca la felicidad y que tiene dificultades para hallarla. Se trata de un fenómeno que no es nuevo, pues desde la más remota Antigüedad el hombre se ha interrogado acerca de qué es la felicidad, dónde reside y cómo alcanzarla. Para los griegos, pueblo de profundo pesimismo, la búsqueda de la felicidad (eudaimonía) era un tema tradicional de la filosofía y fue precisamente en Grecia donde surgió la doctrina de la felicidad de Epicuro (341-270 a.C.), autor maldito y manipulado (como su admirador Nietzsche) y que tal vez ha sido el pensador que ha abordado con más lucidez la cuestión de la eudaimonía. Su doctrina, con afán evangélico, busca y promete a sus adeptos la felicidad a través del placer (hedoné), la autosuficiencia (autarquía), la amistad (philía) y la calma mental (ataraxia), ofreciéndose como medicina contra el dolor de la carne y los sufrimientos de la mente. Pero el hedonismo epicúreo, que por su limitación resulta casi un ascetismo y que armoniza bien con la antigua máxima apolínea de que la sabiduría consiste en la moderación y el conocimiento de los límites, está