MAGNANI, LUIGI
Giorgio Morandi ha sido definido como un «director artístico de naturalezas muertas». Elegía sus temas cuidosamente, los preparaba sobre una superficie plana de su estudio de la via Fondazza en Bolonia como verdaderos protagonistas de la escena, recreando una imagen ya presente en su mente y, tras observarlos con detenimiento, procedía a pintarlos con trazos rápidos y pocos colores. Aislados de su contexto habitual, los objetos se convierten en forma pura, cada mínima variación del tema, cada mínimo matiz de color y luz, en un nuevo camino para alcanzar la perfección anhelada. En una de sus visitas al taller de Morandi, su amigo Luigi Magnani estuvo observando una serie de naturalezas muertas muy similares en apariencia, preguntándose qué estímulos podría extraer su pintura de una mayor variedad de modelos. Morandi, como si hubiera intuido su pensamiento, señaló las pinturas y dijo: «Verá, ni en dos vidas podría agotar este tema». Esa preeminencia de la forma, la aparente ausencia de contenido, es lo que fascinó a Magnani y lo que sigue haciendo el misterio de Morandi. Magnani y Morandi se conocieron en 1940, gracias a su amigo común Cesare Brandi. De ese encuentro nació una relación de gran afinidad espiritual que duraría hasta la muerte del pintor en 1964. Durante ese cuarto de siglo Magnani tuvo ocasión de observar y escuchar al artista, de conocerlo, en suma, todo lo que se puede llegar a conocer un alma esquiva y refinada como la suya. El resultado es Mio Morandi, un retrato afectuoso, el más íntimo y tangible que existe sobre el artista, escrito desde una sensibilidad y erudición reservadas sólo a los sinceros amantes
del arte. Complementan la semblanza de Magnani las cartas que Morandi le envió a lo largo de esas dos décadas; breves pero evocadoras, contenidas pero portadoras de una indudable estima, son un reflejo exacto de la personalidad lúcida y austera que hay tras los objetos silenciosos de sus cuadros.