RUIZ MARTÍN, JAVIER
El hereje fascina por su carga implícita de rebeldía. Nada a contracorriente de una religión establecida, reta a una fe, con su doctrina, su casta sacerdotal y su ortodoxia, pero lo hace sin renunciar a las creencias compartidas.
Su impulso transformador ofrece resultados inciertos a lo largo de la Historia. Muchos herejes han terminado muertos, presos o desterrados. Otros, en cambio, son los padres fundadores de una nueva religión o los nuevos líderes del viejo credo reformado.
Akenatón, marido de Nefertiti, quiso fundar la primera religión monoteísta al margen de los poderosos sacerdotes de Amón, en un intento de reformar el vasto imperio del Nilo. Arrio fue un líder del paleocristianismo cuando la doctrina aún estaba en discusión, en los años previos al concilio de Nicea. Negar la Trinidad le costó muy caro, pero estuvo cerca de triunfar. Dos herejes, casi contemporáneos, encarnan la rebeldía intelectual: el español Miguel Servet y el italiano Giordano Bruno. Servet quería una religión que regresara al cristianismo primitivo y se pusiera al servicio de las personas. Para huir de sus inquisidores se refugió en Ginebra, sin sospechar que Calvino era aún más intolerante. Bruno fue un gran pensador, y su heterodoxia le acabaría llevando a la hoguera. Por último, sin el peculiar método de transmitir los valores de la Iglesia anglicana de John Wesley, que lo llevó a fundar una nueva religión, no podríamos entender la historia de Estados Unidos.
«La herejía, el desacuerdo y la crítica son los umbrales de la verdad». George Steiner